Desde que fui nombrado padre confesor en el Monte Athos –hace más de cuarenta años–, al aclarar a los padres ascetas que llegaban a mí sus problemas espirituales, les daba con esto mismo la posibilidad de escuchar las experiencias que me habían sido concedidas de lo Alto. Y cuanto más se prolongaba mi servicio espiritual, mejor sabía abrirme a mis hermanos. Ahora, en mi ancianidad, al acercarse mi partida de este mundo, abrumado día y noche por achaques corporales, he llegado a ser menos vulnerable a los juicios de los hombres. Por esta razón, he decidido abrir a muchos más lo que celosamente había preservado de la mirada ajena.
Mi camino y mis experiencias, por sus características propias, probablemente no son del todo habituales. Sin embargo, su contenido esencial me ha permitido comprender la situación trágica de millones de seres dispersos por toda la faz de la tierra. No está excluida, por lo tanto, la posibilidad de que mi confesión –o, mejor dicho, mi autobiografía espiritual– ayude siquiera a algunos de ellos en las pruebas que les asaltan.
«El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo lo que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Lo acontecido conmigo no fue efecto de mi iniciativa; no, claramente no. Dios, en su providencia, conocida sólo por él, tuvo a bien visitarme y permitir que me asomara a su Ser eterno. Su santa mano me arrojó –a mí, que no soy nada– implacablemente a un abismo indescriptible. «Allí», con admiración rayana en el terror, fui testigo de realidades que superan mi razón. Sobre esto pretendo hablar en las páginas que siguen.
(Del Prefacio del libro, una autobiografía espiritual del starets Sophrony, 1896-1993, pintor ruso que vivió una experiencia inusual de Dios al abrigo del starets san Silouan, en la montaña del Athos).