De las entrañas de la China industrial nace la línea férrea más larga del mundo. En los veintiún días que la mercancía tarda en llegar a España, los contenedores pasan de tren en tren como en una carrera de relevos, arrastrados por hasta dieciséis locomotoras y manejados por sesenta y cinco maquinistas. La vía conecta la ciudad de Yiwu con Madrid y es una de las muchas infraestructuras de la nueva Ruta de la Seda, el macroproyecto con el que la República Popular pretende arraigar su economía en Europa y el resto del mundo. Guillermo Abril, corresponsal de El País en China, se ha propuesto recorrer los más de trece mil kilómetros de la línea a través de Francia, Alemania, Polonia, Bielorrusia, Rusia, Kazajistán y China. El suyo no es solo un viaje por los caravasares, templos y palacios que Marco Polo reflejó en sus crónicas. Es el retrato de la segunda potencia del planeta, cuyas raíces se extienden a lo largo de un territorio carcomido por fronteras insalvables, la guerra de Ucrania, la presencia espectral de la URSS y la pandemia. De vendedores de armas y disidentes. De todos aquellos trabajadores, comerc