Nuestra generación, emancipada hace unas décadas de la presión de un Dios justiciero, premiador de buenos y castigador de malos, ha caído en el compadreo y camaradería con otro Dios bonachón, transigente y amigote que a nadie dice nada. No todo ha sido negativo en este cambio, pero Dios ha perdido en él lo mejor de su capacidad impactante. Urge rehacer el verdadero rostro de Dios.