Hasta 1996, año de la concesión del Premio Nobel, para casi todos, Wislawa Szymborska fue fundamentalmente una lejana y respetable desconocida. Salvo los especialistas, pocos sabían de su existencia, de la magnífica y engañosa claridad de sus visiones falsamente placenteras, de su perturbador mundo metafísico aparentemente en calma y sin angustia alguna, de su tremenda fuerza, de su inflexible contundencia, de su terca insubordinación, de su inquietante transmisión de dudas y sabiduría al mismo tiempo. Del prólogo, de Mercedes Monmanny