Luis Carlos López (Cartagena de Indias, 1879-1950), «el Tuerto López», que en realidad no era tuerto sino bizco, es un poeta prácticamente desconocido fuera de Colombia, e incluso casi fuera de Cartagena, pues hace ya bastante tiempo que no aparece en el ISBN colombiano ningún libro con su nombre, aunque se siga recordando aún cierto soneto a su ciudad nativa en el que, irónico y pudoroso, declara tenerle el mismo doméstico cariño que se le tiene a unos zapatos viejos. Poeta, pues, aparentemente local, poeta de antologías, pero también poeta de poetas y, en realidad realísima, un grandísimo poeta, quizás el mayor de Colombia, que tan estupendos poetas ha dado. Poeta verdadero y, quizás por eso mismo, poeta de pocos libros, a contracorriente de todas las corrientes, descreído de todas las iglesias, incluyendo las estéticas e ideológicas. Partidario de la ironía y aun del cinismo, prosaico y sentimental, su poesía, su verso, cortante y preciso como un bisturí, nos muestra, nos enseña, ante todo, algo eternamente moderno, la feliz construcción a lo largo de los poemas de un personaje, que no es sino el propio Luis Carlos López. López vierte sobre las cosas y las gentes una mirada ligeramente oblicua, predecesora de la vanguardia, que actúa como disolvente o reactivo de la realidad. López huye de la solemnidad, de la retórica palabrera, de las huecas pretensiones de eternidad y de ese pedestal de cartón piedra que parecen pedir tantos poetas. Cosas todas ellas que para muchos constituyen características típicas del «poeta menor». Afortunadamente. Pertenece, en fin, nuestro poeta a una antiquísima tradición que, en la modernidad, se reanuda con José Asunción Silva (el de las «Gotas amargas») y pasa a través de poetas como Manuel Machado o el grupo argentino del «Martín Fierro» hasta los nadaístas colombianos, Nicanor Parra, Jaime Gil de Biedma y, últimamente, Roger Wolfe o Karmelo C. Iribarren. En todo caso, leer a López sigue siendo, después de todo un siglo, una actualísima sorpresa, de ésas que no empiezan por un susto aunque bien puedan terminar con una sonrisa o una carcajada. Abelardo Linares