Quentin Crisp, fallecido en 1999 a la edad de noventaiún
años ha sido uno de los más finos humoristas ingleses de
los últimos tiempos. Su prosa limpia, inteligente y de frase brillante,
hereda el talento epigramático de Wilde y Bernard Shaw,
a la vez que se constituye en irónica reconstrucción documental
de un mundo, el del viejo siglo XX, que en algunos aspectos es ya tan distinto
del nuestro como lo fueran el Renacimiento o el Siglo de las Luces. Con
el descaro propio de quien nada tiene que ganar ni que perder, Crisp encarna
una cruzada de un solo hombre a favor de sí mismo. Su coraje queda
patente cuando, aún muy joven, en los poco tolerantes años
treinta, decide ignorar las convenciones sociales y mostrarse públicamente
tal y como se sentía, un excéntrico personaje de gestos afeminados
y conversación chispeante. Vestido con trajes de terciopelo y colores
chillones, el pelo largo y teñido de rojo, se pasea por la vía
pública con exagerados ademanes femeninos. En aquellos primeros
años hubo de sufrir insultos, golpes y amenazas sin cuento, además
de pasar por la cárcel y perder el respeto de familiares y amigos.
El funcionario desnudo, primer volumen de sus memorias,
es una crónica autobiográfica que recoge precisamente aquellos
años, salpicados de anécdotas, que Crisp narra con gracia
inimitable, en un tono agridulce y recurriendo a menudo a un sano y balsámico
cinismo. Por sus páginas desfilan personas y personajes, miembros
de la peculiar fauna de la bohemia londinense de antes y después
de la II Guerra Mundial, desde completos desconocidos hasta ilustres y
extravagantes artistas, como Mervin Peake y Colin Wilson.