Imaginaos a un montañero atrapado en una cornisa, a un adolescente que quiere conocer la aldea de su abuelo en Galicia, a un inmigrante senegalés que enferma de cáncer o a un navegante que pretende cruzar el Atlántico en solitario. Todos ellos tienen en común haber emprendido un viaje. Sea en el puente de Williamsburg en Nueva York, en el salar de Magkadikgadi en Botswana, en una sala del museo Van Gogh de Ámsterdam o a bordo de un ferri en la bocana del puerto de Mahón, los personajes de Un barco de piedra no solo conocen lugares nuevos o viven sensaciones desconocidas, si no, sobre todo, coinciden con alguien (o algo) que les hará descubrir, en ocasiones tras asomarse fugazmente a otra visión de la realidad, algún aspecto hasta entonces ignorado de sí mismos. Como dice uno de ellos: «Resulta paradójico, pero ahora que las distancias se han encogido, que todo está tan cerca, que podemos viajar hasta el otro extremo del mundo en apenas unas horas, es cuando más nos hemos alejado de nosotros mismos».