La obra de Zorilla, en los peores casos, se entiende como una enérgica exhibición, espectacular y superficialmente seductora, de todos los lugares comunes del Romanticismo: pasiones desaforadas, prolijos enredos, fracasos apoteósicos, vinculados, de algún modo, a la perversión del poder y de las relaciones familiares; exaltación de un pasado menos histórico que legendario; registro de crímenes y castigos con frecuencia desorbitados y casi siempre dilucidados por la justicia poética más que por la justicia institucional; todo ello transmitido en versos categóricos y resonantes que, después de enardecer al común de los espectadores durante varias generaciones, pasaron a menudo de los escenarios al habla cotidiana. En el mejor de los casos, sin embargo, se postula que toda esa parafernalia expresiva está más bien al servicio de otra cosa; es decir, es el aparato cómplice o encubridor de conflictos más íntimos e inestables. En este caso, Don Juan es un malvado radical e irreparable al que distinguía la capacidad de no parecerlo; es decir, de engañar con éxito (a las mujeres) y defenderse luego con impunidad (de los hombres). Y de repetirlo sin cesar, con escasa variantes de la acción y de las víctimas, no del burlador. Precisamente, la mera contabilidad de sus atropellos ? el número, la lista?- llegó a ser uno de los ingredientes más esperados y aplaudidos de la fórmula. Séolo la intervención de la divinidad o del rey, o de los dos a la vez, detiene esa rutina de maldades y restaura la otra rutina, la del orden moral e institucional que Don Juan había descalificado.