Esa mañana Angèle Lieby había ido a trabajar como cualquier otro día, pero pronto empezó a notar picores en los dedos y una migraña cada vez más dolorosa que la llevó a ingresar en el hospital. Su estado empeoró y los médicos, sin saber qué le pasaba, decidieron provocarle un coma que debía durar tres días. Pero al cuarto día no pudieron despertarla, o al menos eso creyeron...
Así empezó la pesadilla de esta mujer que permaneció consciente dentro de su cuerpo inánime: escuchaba todo lo que sucedía a su alrededor, recibió tratamientos sin anestesia y soportó un trato hospitalario insensible, ya que la habían dado por muerta clínicamente y nadie sospechaba que sintiera dolor.
Cuando estaban a punto de desconectarla de las máquinas que la mantenían con vida, su hija vio una lágrima en el ojo de Angèle y todos se dieron cuenta de su situación. Comenzó así un largo período de reducación que duraría casi un año.
La enfermedad de Angèle se conoce como síndrome de Bickerstaff y es un caso excepcional para la ciencia. Me salvó una lágrima es su testimonio, el relato de su insólita experiencia, así como una reflexión sobre importantes cuestiones éticas y médicas.