Es medianoche. Una atractiva mujer entra en un hotel discreto y pide por una habitación donde alguien le espera. Está nerviosa: sólo ha visto una vez al hombre que la ha citado, y eso ocurrió hace ya dieciocho meses. Su deseo aumenta cuando él abre la puerta de la habitación en penumbra y, en vez de acercarse a ella, parece rehuirla. Minutos después, el hombre le recuerda que, tal como han pactado, esa primera noche no podrán tocarse, lo que lleva a la mujer casi a la desesperación... Se convierten así en «dos cometas ardientes, lanzados a vertiginosa velocidad, que se encontrarán el uno con el otro, aunque desde tierra parecen inmóviles, y procuran desviar ligeramente su trayectoria para retrasar el éxtasis de su desintegración recíproca». Es cierto que La séptima noche se estructura y avanza siguiendo el clásico argumento de un hombre y una mujer que se entregan a una aventura sexual y amorosa donde, progresiva y exaltadamente, noche a noche, las «reglas del juego» van haciéndose más permisivas. Pero ésa no es toda la verdad. Porque, en el erotismo, a veces las cosas no son lo que parecen. Todo depende de cómo lo vivan los protagonistas y, en particular, de cómo quieran vivirlo.