Mi abuela solía tejer bajo la palmera del patio trasero de casa, y a mí me gustaba admirar su perfil desde mi escondite. También me gustaba jugar con mis primos Pedro y Marta y con sus conejillos de indias. Me sen-tía feliz, a pesar de que mi padre no vivía con nosotros, pues estaba en la cárcel. Pero un día todo mi mun-do cambió; asesinaron a mi madre y a mi abuela. Así que me quedé solo. Por esa época, llegó al poblado un cura español de apellido Casla, con quien enseguida hice muy buenas migas.