Jerusalem y Roma son los ejes sobre los que giran los valores de nuestra Civilización Occidental. Este ensayo pretende descubrir, desde una perspectiva estrictamente histórica, los principios sobre los que se asienta la cultura europea, que no son otros que los de la tradición judeo-cristiana. Roma se convirtió, sin quererlo, en el centro de la mayor encrucijada de la Historia, porque no existe acontecimiento en la Historia de la Humanidad del que se hayan derivado consecuencias tan importantes como los que dimanan de la diáspora, tras la destrucción del Templo del año 70, de Israel y de la expansión del Cristianismo a través del Imperio Romano. El Imperio Romano fue sustituido por el Cristianismo, y la cristiandad fue hasta el siglo XVII la seña de identidad de Europa. En Roma se instalo la cabeza de la Iglesia, el Vicario de Cristo, y desde Roma se irradio la nueva fe al mundo entero. Pero esa nueva fe no fue, como algunas corrientes han defendido, una forma elaborada del helenismo y de su filosofía, a pesar de que algunos filósofos griegos y romanos la abrazaron y trataron de racionalizarlo, sino que fue consecuencia del judaísmo: “La salvación viene de los judíos” (Jn. 4,22). El judaísmo del segundo Templo y el Cristianismo hasta el Concilio de Nicea (325) se enfrentaron al mismo problema: la influencia del agnosticismo helenístico. La solución fue la misma: fijar la doctrina para salvar la fe. Ahora que nuestra sociedad pone en cuestión todos los principios y valores heredados de la tradición judeo-cristiana, y asumimos como ciertos los más peculiares textos de los gnósicos, que los concilios sistemáticamente rechazaron, quizá sea oportuno revisar aquellos tiempos y aprender de las soluciones del pasado, porque la Historia no es sólo mera memoria, sino explicación del presente desde las raíces. La historia de la expansión del cristianismo. Cómo una religión nacida en Oriente Próximo llegó a Europa y desde allí se expandió por todo el mundo.