En el corazón de la Edad Media se desató un intenso debate en torno a si debía estar permitido reír. Esta polémica ?olvidada por la historiografía convencional? enfrentó durante cerca de mil años a la jerarquía eclesiástica (que argumentaba que Cristo nunca había reído) con el pueblo llano (extremadamente dado a celebrar, de forma ruidosa y desordenada, toda clase de festejos).
Fiestas con las que se hacía política explícita ?bajo las narices del poderoso?, gracias al anonimato que ofrecían la multitud o la máscara. Bromas de intenso contenido sexual, que establecían los límites entre la risa masculina y la femenina.
Un humor que ?conforme fue cambiando la sociedad tras el ascenso de la burguesía? resultó definitivamente arrinconado. La moral dejó paso a la decencia. A partir de ese instante, la risa en Occidente pasó a ser un asunto trivial, infantilizado y sin importancia.
Un debate perdido, gracias al cual podemos entender la estricta división que nuestro mundo contemporáneo establece entre lo serio y lo cómico.