Comprar, vender, otorgar un poder, constituir una sociedad, contratar una hipoteca, acordar capitulaciones matrimoniales, hacer testamento... Toda nuestra vida se desenvuelve entre una serie de actos que cuentan con la presencia de un testigo privilegiado: el notario.
Acostumbrados a verlo como un paciente observador de las transacciones entre los particulares, nos detenemos pocas veces a meditar acerca de la importancia de una tarea que está muy estrechamente vinculada a uno de los principios fundamentales del Estado liberal: seguridad jurídica.
Tras la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, y a pesar de los avances y retrocesos, España se puso en marcha hacia la modernidad política y social.
Todo el sistema de leyes del Antiguo Régimen, caracterizado por la desigualdad y el privilegio, debió dar paso a un orden nuevo en el que las libertades estuviesen garantizadas por el derecho, y en donde los intercambios de una creciente clase media pudiesen desarrollarse en un contexto confiable.
Aprobada en 1862, la Ley del Notariado organizaba la función de la fe pública como un apostolado para llevar aquellos propósitos a todos los asuntos de la vida ciudadana.
En Comparece: España los prestigiosos historiadores Fernando García de Cortázar y Ricardo Martín de la Guardia se han adentrado, por primera vez, en la historia de la sociedad española desde la enriquecedora perspectiva que ofrece la institución del Notariado.