Hace ahora exactamente medio siglo que se aprobó la Ley de la Jurisdicción Contecioso-Administrativa de 1956 (en adelante, Lj 1956). Esa excelente ley, impropia del momento político que vivía nuestro país, quiso poner bajo control judicial toda la actividad administrativa. Trató de eliminar o reducir los tres ámbitos de inmunidad o exención jurisdiccional tradicionalmente reconocidos a la Administración: los actos discrecionales, los actos políticos y los actos normativos (los reglamentos), hasta entonces vedados al conocimiento de la jurisdicción contecioso-administrativa. Para ese fin contó con el apoyo de la jurisprudencia y de la doctrina, que trató de apurar al máximo las posibilidades que ofrecía el texto legal en la lucha contra las inmunidades del poder, magistralmente sintetizadas por el profesor García de Enterría.
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Así parecía quedar asegurado, aun contando con algunas otras limitaciones propias de una época no constitucional, el control judicial plenario de la aparente que real porque aún había un importante reducto de inmunidad o exención jurisdiccional cuya exitencia, un tanto desapercibida, fue haciéndose más evidente con el tiempo. Era el reducto de la inactividad de la Administración.