¿Qué esconde ese agujero que, cuando se lo nombra, incita a quien lo oye a presumir de cómo usa su propio culo? ¿O es que todos queremos vender el nuestro para obtener “impacto” en la sociedad de consumo de “experiencias”? ¿Vamos a resignarnos a los estragos de la epidemia o queremos encontrar otras maneras de relacionarnos y expresar nuestra sexualidad? El ciudadano tiene derecho a la explotación sin moderación de su capital erótico; los estados garantizan la libre competencia de las mercancías que emanan del deseo; la educación sexual de los adolescentes también pasa por el porno, gratuito, variado y disponible las 24 horas por Internet, mientras los algoritmos definen su sexualidad y les ofrecen más (de lo mismo).