El buen historiador parte de unos hechos y los estudia en su momento concreto, separando las causas de las consecuencias. Lo políticamente correcto no tiene nada que ver con este método cuando saca sus imágenes de la historia. Siguiendo el capricho de sus lemas, juega con las épocas y los lugares, resucitando un fenómeno desaparecido o proyectando en los siglos anteriores una realidad contemporánea. Juzgando la historia pasada en nombre del presente, lo históricamente correcto ataca el racismo y la intolerancia en la Edad Media, el sexismo y el capitalismo bajo el Antiguo Régimen, el fascismo en el siglo xix. El hecho de que sus conceptos no signifiquen nada fuera de su contexto, poco importa: el anacronismo es rentable en los medios de comunicación. No es el mundo de la ciencia, sino de la conciencia; no es el reino del rigor, sino del clamor; no es la victoria de la crítica, sino de la dialéctica.
Es también, y sobre todo, el triunfo del maniqueísmo. Mientras el historiador debe medir el peso sutil de los matices y las circunstancias, y recurrir a los campos complementarios de su saber (geografía, sociología, economía, demografía, religión, cultura), lo políticamente correcto borra la complejidad de la historia. Todo lo reduce al enfrentamiento binario del Bien y del Mal, pero un Bien y un Mal reinterpretados según la moral de hoy en día. A partir de entonces la historia constituye un campo de exorcismo permanente: cuanto más se anatematizan las fuerzas oscuras del pasado, más debe uno justificarse de no mantener con ellas ninguna solidaridad. Se demonizan así personajes, sociedades y épocas enteras. Sin embargo, no es más que una engañifa. No se apunta hacia ellos realmente: a través de ellos somos nosotros los que estamos en el punto de mira.
Jean Sévillia (del prólogo de esta obra)