Durante los dos primeros siglos que sucedieron al Descubrimiento, la inexplorada Patagonia se convirtió en el asiento de todas las utopías: allí estaban el Paraíso, la Fuente de la Perpetua Juventud, el Becerro de Oro, la Corona de Cristo. Hubo que esperar los racionalismos del siglo XVIII para que la enorme estepa recuperara su condición original de belleza pura, de vacío, de perfección sin nadie. Y para que, a la vez, se convirtiera en un lugar sin tiempo, cuyo pasado se desconocía y de cuyo porvenir nada se esperaba.